DAVID PERDONA LA VIDA A SAÚL.
Saúl fue el primero de los reyes de Israel. Era alto, hermoso y físicamente
un tipo ideal. Poseía bastante erudición y esto le trastornó la cabeza. Se
le olvidó que el reino suyo diferenciaba de los demás en que Dios era el Rey
de Israel, y él, su representante, sujeto en todo a sus mandatos. Saúl quiso
reinar como los demás reyes, y esa ambición le hizo cometer muchos
desatinos. David, en cambio, quería de todo corazón complacer a Jehová, y
cuando se extraviaba y hacía cosas contrarias a la voluntad del Señor,
siempre se arrepentía sinceramente. Por esto fue llamado “un hombre conforme
al corazón de Dios.”
La unción de David permaneció secreta, pero Saúl vio que sin duda alguna
gozaba el joven del favor divino, y que el pueblo de Israel lo adoraba,
sobre todo después de su famosa victoria sobre el gigante Goliat, y las
numerosas batallas en que había salido vencedor. Saúl deseaba que su propia
familia constituyese los herederos del trono real, y por lo tanto quería
matar a David; con este fin se aprovechaba de todas las ocasiones propicias
para tratar de inferirle la muerte.
David, no obstante, tuvo al rey enemigo dos veces en su poder, pero fue
incapaz de hacerle daño. En esto era un “hombre conforme al corazón de
Dios,” pues Jehová había elegido y ungido a Saúl rey de Israel y a su debido
tiempo le quitaría. Mientras tanto David bien podía esperar. Al perdonarle
la vida al rey, David obró de acuerdo con la voluntad divina que dice: “No
toquéis a mis ungidos ni haced daño a mis profetas.” El rey Saúl era
ungido de Dios y le tocaba a Dios deponerlo y reemplazarlo en el trono
de Israel. Esto lo hizo cuando quiso hacerlo, y puso a David en su lugar.
¡Cuánto nos valdría aprender esta lección de sumisión y paciencia, esperando
ver lo que el Señor nos tiene reservado, sin desesperarnos ni obrar
ligeramente, dejando todos los asuntos de la vida en manos de Aquel que
merece toda nuestra confianza! Este fue el espíritu que mostró Jesús
cuando, al someter su voluntad a la de Dios, exclamó: “¡Sea hecha, no mi
voluntad, sino la tuya!” -San Lucas 22:42.