HUSS, WICLIF, TINDAL Y OTROS.
Las enseñanzas de la historia no deben olvidarse, pero debemos cubrir con un
manto de caridad muchas de las escenas bárbaras que deshonran sus páginas.
La Iglesia primitiva perdió de vista el Mensaje Divino para seguir las
doctrinas de obispos a quienes ella misma había otorgado una autoridad
divina, igual a la de los Apóstoles. Debido a esto, muchas de las verdades
más importantes del Evangelio se olvidaron. Lord, en su obra “El Antiguo
Mundo Romano,” dice: “En el siglo II los obispos de la Iglesia fueron
humildes siervos de Dios, mártires intrépidos, que predicaban a los fieles
en aposentos altos, y no poseían título alguno de valor mundano. El siglo
III vio a la Iglesia más poderosa como institución en el mundo. Cuando en
el siglo IV el cristianismo se hizo la religión oficial, favoreció con su
influencia los mismos males a que antes se opusiera tan tenazmente. El
clero, ambicioso y mundano, buscó posiciones de distinción. Se volvió
indolente y arrogante. Resultó que se efectuó la unión de la Iglesia con el
Estado y los dogmas religiosos fueron impuestos a la fuerza por los
magistrados.”
Afortunadamente cada época tiene cierto número de pensadores avanzados, los
que no obstante el honor que se les rinde ya muertos, en vida reciben el
epíteto de “tontos” y por regla general, son perseguidos. A pesar de todo,
constituyen los verdaderos benefactores de la humanidad. Huss sufrió por su
fidelidad a las doctrinas de la Biblia. Wiclif y Tindal fueron perseguidos
y la traducción de la Biblia hecha por el último fue consignada a las llamas
por eclesiásticos de alta categoría, frente a la Catedral de San Pablo.
Más tarde Cránmer, Látimer y Ridley, que estuvieron identificados con la
jerarquía romana primero, y luego con la inglesa, fueron quemados
públicamente por el sólo hecho de haber cambiado de modo de pensar. A la
luz avanzada del día en que vivimos no percibimos gran diferencia entre las
dos jerarquías. Los católicos, lo mismo que los protestantes de hoy, miran
con horror esas atrocidades del tiempo pasado, perpetradas en el nombre de
nuestro querido Redentor.